viernes, 17 de abril de 2015

El día que falte Dios será terrible. ¿Está usted seguro?

Son palabras, la afirmación no la pregunta, del arzobispo de Madrid y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española, Carlos Osoro, pronunciadas recientemente en un foro de economía, ¡alarmante connivencia! Sin lugar a dudas es una reflexión interesante que en sí lleva implícita la posibilidad de que Dios pudiera estar ausente de nuestras vidas, a tenor, según el propio arzobispo, de los nuevas tendencias culturales que prescinden de Dios, lo que nos llevaría a cuestionarnos su necesidad en una sociedad avanzada científicamente y culturalmente muy diferente de aquellas en las que la idea de Dios estaba presente en la vida de las personas, hasta el punto de estar éstas condicionadas a las creencias, dogmas y preceptos de obligado cumplimiento ordenado por los representantes de la divinidad en la tierra, en coincidencia de intereses con el aparato político de dominación de los súbditos de entonces. Plantearnos la necesidad o no necesidad de Dios nos lleva a cuestionarnos su existencia y consiguientemente a contemplar la posibilidad de un mundo sin él.     
El solo hecho de que tal cuestión se plantee, en base a una supuesta cultura que pretende desterrar a Dios del centro de nuestras vivencias, evidencia la preocupación del citado arzobispo, y quizás también de la sobrevalorada, por parte de los poderes públicos, Conferencia Episcopal Española y probablemente por la máxima autoridad eclesiástica vaticana, ante el cada vez mayor numero de personas que reniegan de las obsoletas creencias religiosas en las que fueron educadas y el de aquellas otras que no educan a sus hijos bajo el prisma de dichas creencias.     
Desde luego, si los hombres renuncian a Dios por razones culturales, por la aparición de nuevos valores, por un cambio en las costumbres derivadas de una sociedad hedonista o por una nueva concepción antropológica y cosmológica contrapuesta a las viejas creencias, no hay razón para pensar que dicho abandono haya de ser terrible, pues muy al contrario podría ser beneficioso para la humanidad, excluidos aquellos que se empeñan en mantener las estructuras ideológicas que fundamentan las diferentes iglesias, sectas y demás confesiones religiosas y que sostienen, como el citado arzobispo, que la supuesta condición religiosa del ser humano es parte consustancial de su dimensión transcendental.  
Es aventurado imaginar un escenario futuro superando los condicionantes y las circunstancias que envuelven los momentos presentes, como también es difícil recrear una historia paralela si ciertos episodios no se hubiesen producido o hubieran sido sustituidos por otros; no obstante, el resultado de las experiencias vividas, desde el punto de vista histórico, sí pueden ayudarnos a imaginar un mundo diferente ante la ausencia de ciertos elementos determinantes. En éste sentido, plantearse que hubiese ocurrido sin la presencia de Dios en las sociedades occidentales, entendiendo que nos referimos al Dios único, el Dios de los judíos, cristianos y musulmanes, y al Dios que se expandió con la invención del cristianismo como movimiento social e ideológico determinante de la cultura occidental, es un ejercicio de salud mental muy recomendable, pero lo es más si lo proyectamos hacia el futuro, hacia un mundo sin Dios.
Puede que Dios no sea necesario, que no lo es, en una sociedad avanzada científica y culturalmente, pero quizás lo fuera en algún momento del pasado, en cuyo caso convendría preguntarse si tal necesidad fue impuesta por los poderes instituidos, políticos y religiosos, forzada por determinantes anímicos, culturales o naturales y en que medida esta necesidad, en cualquiera de los supuestos, fue utilizada en beneficios de los poderes constituidos. La historia de las religiones, y principalmente del cristianismo, muestra que el poder civil no es ajeno al desarrollo de la doctrina religiosa como instrumento de dominación social.
Si nos adentramos en el pasado comprobamos que la civilización occidental, desde el reconocimiento del Cristianismo como la religión oficial del Imperio Romano en el siglo IV (Emperador Teodosio I, año 380 de la era cristiana), hunde sus raíces en la doctrina que los llamados padres de la Iglesia van desarrollando e impartiendo para, en connivencia con los poderes civiles constituidos, su implantación en la sociedad. Los dogmas de obligado cumplimiento y la moral, hipócritamente transgredida por quienes se arrogaban la representación de Dios en la tierra, a tenor de la vida disoluta que llevaban muchos de sus próceres, como normas de conducta universal eran los ejes sobre los que se movía el ordenamiento civil de las distintas épocas en las que el cristianismo ejerció su poderío de manera, diríamos, que brutal, absoluta e incluso criminal. Búsquese el calificativo apropiado para adjetivar las persecuciones, torturas, desposesiones y asesinatos por herejía, o lo que es lo mismo por ser judío, musulmán, converso de dudosa conversión a juicio de los cristianos viejos, cristiano de cuestionada ortodoxia o descreído. Tales imposiciones fueron posibles en una sociedad carente de los conocimientos actuales, ignorante incluso de la dimensión geográfica del mundo habitado, desesperada por sobrevivir a la enfermedad, al hambre, a la penuria económica, al vasallaje de sus señor, a la esclavitud y necesitada de algo en que aferrarse. La división de la dimensión humana en una parte corporal y otra espiritual, de tal suerte que tras la muerte del cuerpo la parte anímica perdura y permite llevar una vida celestial muy diferente de la llevada en la tierra suponía un consuelo más allá de la resignación a que estaban obligados en vida.
Si no podemos atinar en hacer un diagnostico de cómo hubieran sido los siglos pretéritos si el hombre hubiera renegado de Dios y, consiguientemente, el cristianismo no hubiera tenido lugar, al menos podemos convenir en que los actos crueles llevados a cabo sobre las personas de forma individual o colectiva no hubieran ocurrido, los tribunales de la Inquisición no hubieran existido ni las guerras de religión se habrían llevado a cabo; lo que no quita que otros instrumentos hubiesen dido creados para la persecución de lo no tolerable por el poder constituido, pero no hubiera sido la religión la excusa que determinara la ejecución de la acción.
Es cuestión importante la consideración del numero de victimas mortales que la inexistencia del fenómeno religioso hubiera evitado, pero no menos importante es el condicionamiento de las conciencias individuales y las colectivas de unas sociedades que se sucedían, generación tras generación, transmitiendo unas creencias, unos dogmas y unos temores a un Dios inexistente en quien se encomendaba, no solo el presente sino el futuro eterno mas allá de la muerte. La oposición de la Iglesia al reconocimiento de otra realidad intelectual, fundamentada en la razón, en el pensamiento científico, opuesta a su visión cerrada y a una interpretación teológica de ser humano y de su entorno, no pudo sino desembocar en la destrucción de parte del conocimiento histórico adquirido, en el secuestro de lo no destruido, y en la obstaculización del proceso natural del ser humano por adquirir nuevos conocimientos indagando en su entorno y en si mismo.
Naturalmente sin Dios no hubieran existido ni el cristianismo, ni el islamismo, ni las múltiples escisiones en sus senos, ni las cruzadas, ni las Yihad, ni los odios por razones religiosas. La oposición sistemática al desarrollo intelectual de los pueblos, al encorsetamiento de su cultura, al secuestro de la libertad de pensamiento, no conduce sino al atraso social, cultural y científico tal como ocurre actualmente en los pueblos de mayoría islámica en donde las teocracias imponen un encorsetamiento de las viejas costumbres, creencias y esquemas de sometimiento, especialmente de la mujer, a un modelo social anquilosado en donde no se respetan las libertades individuales de conciencia y de pensamiento libre. Por mucho que se empeñen quienes, desde la jerarquía de la Iglesia sostienen que la libertad necesita de la religión, mas bien la historia viene a demostrar que la religión es un obstáculo para el desarrollo de la libertad individual y del pensamiento crítico. Por consiguiente la liberación de las personas del ser imaginario que representa Dios no es sino un bien que la humanidad agradecería en su propio beneficio.
Pero mientras la historia es lo que fue y lo pasado no permite alteración alguna salvo nuevos hallazgos que permitan aclarar zonas oscuras del pasado o cubiertas de manera interesada, el futuro no esta escrito y podemos construirlo entre todos. Sin embargo, somos consecuencia y resultado del pasado y si aquel hubiera sido distinto, diferentes seriamos nosotros, de la misma manera que las generaciones venideras serán el resultado de lo que hagamos sus predecesores.  
Cualesquiera que fueran las razones que forzaron las creencias religiosas en el pasado, estas vienen condicionadas por el transcurso de los tiempos y por el desarrollo de las sociedades, de las personas que lo integran y de la evolución de sus conciencias, de forma que podemos concluir en que las creencias religiosas y los ejes sobre los que giran no son duraderos en el tiempo, ni universales, ni transcendentes.  
En los tiempos actuales, salvo en los países de mayoría musulmana, la religión no esta presente en la vida de la mayoría de las personas, y cuando lo está lo es por la persistente presencia e influencia que ejercen las distintas iglesias y sectas, desde las instituidas secularmente hasta las de nuevo cuño regentadas por visionarios cuyos intereses están mas próximo a la exacerbación de su ego que en prestar ayuda espiritual a sus seguidores, aunque éstos se sientan reconfortados por sus falsos mensajes de salvación. En un mundo en el que crece el número de ateos y el de personas que viven al margen de Dios, de su existencia o inexistencia, de los principios religiosos derivados de las religiones monoteístas, un futuro sin Dios no representa ninguna tragedia. Muy al contrario, inculcar en las mentes en desarrollo de los niños y niñas ideas no fundamentadas en la razón ni en el conocimiento científico, como la existencia de un ser superior creador de todas las cosas, presente en nuestras vidas y a quienes hemos de encomendarnos para superar nuestras dificultades, en contradicción  con los conocimientos científicos que falsean, por equivocadas, y niegan todo el ideario religioso, el creacionismo, la existencia de ángeles y demonios, los paraísos celestiales e infernales y demás mitos del pensamiento religioso del cristianismo, islamismo y judaísmo, puede representar para ellos un drama personal (disonancia cognitiva) en la mayoría de edad, del que habrán de liberarse con mayor o menor esfuerzo y en mayor o menor grado en función del tipo de estudios que desarrolle y del tipo de relaciones que establezca. Asunto diferente a enseñar religión de la misma manera que se enseña historia o sociología.
La ausencia de Dios es la ausencia de religión y consiguientemente de las creencias y conductas morales que representa, salvo de aquellas de orden natural y propias del sentido común apropiadas por la religiones como parte de su acervo conductual.

La ausencia de Dios no es una tragedia sino una liberación para el ser humano. 

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