La Iglesia Católica, y
las demás, no da mítines sino sermones, quizás por aquel sermón llamado “de la
montaña” que el hijo de Dios, considerado a su vez Dios, concebido del Espíritu
Santo, también Dios, tres por uno, ofreció en los comienzos del siglo I, que inicia
el calendario de su nacimiento sin proponérselo.
Las bienaventuranzas, de las que dejaron constancias los evangelistas Mateo y Lucas (santos ambos), lanzan un mensaje de esperanza ante las dificultades que atraviesa el ser humano en su azarosa existencia, pero desgraciadamente su consecución no tendrá lugar en la tierra, sino en un lugar llamado paraíso o cielo situado en el mas allá, sin determinar exactamente donde, aunque tradicionalmente se ha situado arriba ignorando la esferidad de la Tierra y el resto de conocimientos del Universo que la ciencia nos ha ofrecido tras siglos de oscurantismo y de idiotización del ser humano por los defensores de la fe. Por cierto que los teólogos ya no saben que hacer después de tantos siglos debatiendo sobre tantos disparates que el transcurso de los tiempos ha descartado por absurdos.
Bienaventurados han de ser los hombres (y las mujeres, supongo) porque alcanzaran la gloria, la felicidad eterna en ese paraíso soñado que tanto rédito ha dado a las religiones monoteístas. Desde entonces el sermoneo se ha basado en ese mensaje de esperanza de vida celestial después de la vida terrenal, contrapuesto con ese otro espacio también sin determinar, pero que tradicionalmente se situaba abajo y que llaman infierno, cuyo objetivo no es otro que no dejar sin castigo a aquellos que no logren el paraíso, dejando así sin escapatoria a los humanos que deberíamos elegir entre la felicidad eterna o el eterno sufrimiento. Como siempre puede quedar algún resquicio de duda a cerca del comportamiento llevado en la tierra existe una alternativa de transito al que han llamado purgatorio -de éste se sabe muy poco- con objeto de terminar de expiar los pecados cometidos en la vida terrenal –aunque gran parte de estos no son objeto de condena en los tribunales de justicia terrenales- siempre relacionados con los preceptos de la Iglesia.
Las bienaventuranzas nos vienen a decir que los pobres, los que lloran, los que padecen hambre, los mansos, los pacíficos y algunos otros, o sea los que mas sufren las injusticias de este mundo que el creador diseñó de manera tan desacertada, no han de preocuparse porque ellos serán los primeros en alcanzar la felicidad tras una vida llena de sufrimientos e infortunios, aunque antes habrán de cumplir con los preceptos que la Iglesia dictamine. Para el resto, es decir, los poderosos, los que más poseen, la Iglesia les tenía preparado una forma de redención en forma de salvoconducto hacia el cielo para cuya obtención era preciso pagar una cierta cantidad de dinero, cuanto más mejor para el allanamiento del camino. Para los primeros, carentes de dinero y llenos de penalidades no cabía sino la resignación, no hay que luchar en la tierra contra el hambre, no hay que combatir al opresor, no hay que superar la enfermedad con tratamientos medicinales - la Iglesia siempre se opuso al estudio del cuerpo humano y al uso de plantas medicinales para la curación de enfermedades, hacia creer que las pandemias eran fruto del pecado y contra ellas nada se podría hacer salvo la voluntad del Señor- no hay que cuestionar la justicia, por el contrario es preciso recurrir a la oración: “ a ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lagrimas”, no cabe sino la resignación y que Dios, y la virgen María en sus múltiples versiones, nos ayude a superar las dificultades porque así alcanzaremos la gloria.
Extraordinaria coincidencia de intereses con el poder establecido, sumisión y mansedumbre. Esto ya lo descubrió el emperador Constantino allá por el año 325 de la era cristiana y su ejemplo ha sido seguido por los siguientes emperadores, zares, monarcas, teócratas, tiranos o no, y dirigentes de los diferentes regimenes más recientes, incluidas las republicas y las monarquías democráticas, como la española en donde todavía los ministros invocan a vírgenes y santos para que nos ayuden en la resolución de los problemas de la sociedad, razón por la que se nombran a vírgenes como alcaldesas honorarias o se entregan medallas al merito civil a otras tantas imágenes religiosas.
Las bienaventuranzas, de las que dejaron constancias los evangelistas Mateo y Lucas (santos ambos), lanzan un mensaje de esperanza ante las dificultades que atraviesa el ser humano en su azarosa existencia, pero desgraciadamente su consecución no tendrá lugar en la tierra, sino en un lugar llamado paraíso o cielo situado en el mas allá, sin determinar exactamente donde, aunque tradicionalmente se ha situado arriba ignorando la esferidad de la Tierra y el resto de conocimientos del Universo que la ciencia nos ha ofrecido tras siglos de oscurantismo y de idiotización del ser humano por los defensores de la fe. Por cierto que los teólogos ya no saben que hacer después de tantos siglos debatiendo sobre tantos disparates que el transcurso de los tiempos ha descartado por absurdos.
Bienaventurados han de ser los hombres (y las mujeres, supongo) porque alcanzaran la gloria, la felicidad eterna en ese paraíso soñado que tanto rédito ha dado a las religiones monoteístas. Desde entonces el sermoneo se ha basado en ese mensaje de esperanza de vida celestial después de la vida terrenal, contrapuesto con ese otro espacio también sin determinar, pero que tradicionalmente se situaba abajo y que llaman infierno, cuyo objetivo no es otro que no dejar sin castigo a aquellos que no logren el paraíso, dejando así sin escapatoria a los humanos que deberíamos elegir entre la felicidad eterna o el eterno sufrimiento. Como siempre puede quedar algún resquicio de duda a cerca del comportamiento llevado en la tierra existe una alternativa de transito al que han llamado purgatorio -de éste se sabe muy poco- con objeto de terminar de expiar los pecados cometidos en la vida terrenal –aunque gran parte de estos no son objeto de condena en los tribunales de justicia terrenales- siempre relacionados con los preceptos de la Iglesia.
Las bienaventuranzas nos vienen a decir que los pobres, los que lloran, los que padecen hambre, los mansos, los pacíficos y algunos otros, o sea los que mas sufren las injusticias de este mundo que el creador diseñó de manera tan desacertada, no han de preocuparse porque ellos serán los primeros en alcanzar la felicidad tras una vida llena de sufrimientos e infortunios, aunque antes habrán de cumplir con los preceptos que la Iglesia dictamine. Para el resto, es decir, los poderosos, los que más poseen, la Iglesia les tenía preparado una forma de redención en forma de salvoconducto hacia el cielo para cuya obtención era preciso pagar una cierta cantidad de dinero, cuanto más mejor para el allanamiento del camino. Para los primeros, carentes de dinero y llenos de penalidades no cabía sino la resignación, no hay que luchar en la tierra contra el hambre, no hay que combatir al opresor, no hay que superar la enfermedad con tratamientos medicinales - la Iglesia siempre se opuso al estudio del cuerpo humano y al uso de plantas medicinales para la curación de enfermedades, hacia creer que las pandemias eran fruto del pecado y contra ellas nada se podría hacer salvo la voluntad del Señor- no hay que cuestionar la justicia, por el contrario es preciso recurrir a la oración: “ a ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lagrimas”, no cabe sino la resignación y que Dios, y la virgen María en sus múltiples versiones, nos ayude a superar las dificultades porque así alcanzaremos la gloria.
Extraordinaria coincidencia de intereses con el poder establecido, sumisión y mansedumbre. Esto ya lo descubrió el emperador Constantino allá por el año 325 de la era cristiana y su ejemplo ha sido seguido por los siguientes emperadores, zares, monarcas, teócratas, tiranos o no, y dirigentes de los diferentes regimenes más recientes, incluidas las republicas y las monarquías democráticas, como la española en donde todavía los ministros invocan a vírgenes y santos para que nos ayuden en la resolución de los problemas de la sociedad, razón por la que se nombran a vírgenes como alcaldesas honorarias o se entregan medallas al merito civil a otras tantas imágenes religiosas.
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