Aceptemos que los adultos, con
independencia de la educación recibida, de las propias vivencias, del
desarrollo de nuestra personalidad y de nuestras limitaciones somos libres para,
en función de nuevas experiencias, de nuevos conocimientos, de nuestra
capacidad de raciocinio, y por que no decirlo, de las influencias intencionadas
o no, maliciosas o benefactoras del entorno, asumir nuevas ideas y renunciar a muchas
otras que hemos ido asimilando a lo largo de nuestra vida. De la misma forma
somos libres para actuar en función de nuestra particular forma de ser y de
pensar, de asistir a conferencias u otros actos públicos o de participar en
colectivos movidos por un interés compartido, ya sea deportivo, cultural, ideológico
o religioso.
Los niños, por el contrario, no
disponen de capacidad suficiente para elegir con libertad, el desarrollo de su
personalidad se encuentra aún en una fase incipiente, su grado de conciencia es
todavía prematuro y sus cerebros están en proceso de formación, aún no se les
puede otorgar la condición de adultos. Son los padres y tutores, junto con el entorno
familiar, en los que recae principalmente la tarea de educarles y velar por un
desarrollo integral de su personalidad, de sus capacidades afectivas, sociales
e intelectuales y del fomento de sus habilidades personales; pero también es
responsabilidad del sistema educativo y de los gobiernos que están obligados a
legislar a favor de los derechos del menor y de facilitarse esa formación
integral que debe iniciarse en el entorno familiar. Es a partir de estas consideraciones cuando
se plantea una serie de cuestiones que no son fáciles de resolver en las que
entran en conflicto los derechos de los padres a educar a sus hijos conforme a
sus convicciones morales y religiosas (Art. 27 de la Constitución Española) y
el derecho de los menores a recibir una educación que tenga como objetivo el
pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los derechos y
libertades fundamentales (mismo articulo), así como el derecho de los menores a
recibir una información veraz, plural y respetuosa con los principios
constitucionales (tal como recoge la Ley del menor), sin los cuales la
capacidad de elección se vería gravemente limitada. ¿Cómo conciliar estos
derechos cuando las convicciones de los progenitores no están de acuerdo con
estos principios constitucionales de pluralismo y de respeto a las creencias de
los demás o cuando los padres no están preparados para dar a sus hijos esa
educación reconocida como derecho fundamental en los textos constitucionales?
Centrémonos en la primera parte de la pregunta.
Muchos padres entienden
exclusivamente el primero de los derechos y educan a sus hijos en sus
convicciones morales y religiosas, lo hacen en el entorno familiar y en el
social, inscriben a sus hijos en colegios con un ideario claramente confesional
y excluyente y le someten a un proceso de adoctrinamiento religioso que se
inicia con el bautismo y continua con la catequesis, la primera comunión y los
sacramentos, hoy devaluados, de la penitencia y la confirmación. No es posible
entender que sea conforme con los principios constitucionales la inscripción,
precedida del ritual conocido como bautismo, de un recién nacido como miembro
de una organización religiosa, como tampoco lo sería la afiliación a un partido
político, es decir a una ideología política determinada o a cualquier
organización militar, masónica, paranormal, psicodélica, satánica, espiritualista
o astrológica. Como tampoco es posible entender, bajo la óptica constitucional,
el adoctrinamiento posterior al que se le somete en la enseñanza en unas
creencias no fundamentadas, basadas exclusivamente en la llamada fe, es decir
en creer sin más, sin ningún sometimiento a las mínimas reglas de la lógica, de
la verosimilitud o de la racionalidad, y ajenas a los principios de pluralidad,
veracidad y respecto en el que es preceptivo educar a los niños y niñas.
Los niños tienen derecho, como
persona, a gozar de libertad ideológica y religiosa y a no ser obligado a
declarar sobre su ideología, religión o creencias (Art. 16 de la Constitución
Española). Sin embargo, estos derechos se ven vulnerados cuando reciben una
educación doctrinal, cuando se les condiciona desde la infancia a creer y pensar
de una determinada manera, no dejando opción a su libertad de elección, de
conciencia y de pensamiento, de la misma forma que se les priva del derecho a
no declarar sus propias creencias que
hacen otros por el.
Parece evidente la preponderancia
de facto del derecho de los padres respecto del derecho de los hijos, como
también se evidencia la dificultad de los padres o tutores de despojarse de su
propia carga de subjetividad y de visión particular de las realidades sociales,
políticas y culturales y de evitar inculcárselas a sus hijos. ¿Hasta que punto
y en que medida las convicciones y creencias de los padres han de ser
transmitidas a sus hijos? ¿No condiciona esta transmisión de ideas, valores y
principios dados como ciertos e incuestionados por motivos de costumbre su
futura libertad de elección? ¿Es conforme con el pluralismo educativo?
Y sobre todo, ¿podrán los
juristas aclararnos en que medida se cumple o no los derechos de los niños y
niñas establecidos en las diferentes normativas jurídicas en relación con el
tema tratado en la sociedad española? ¿Es legítimo el adoctrinamiento
religioso, esto es, la educación en una creencia religiosa determinada,
mediante un plan previamente concebido, diseñado y programado por una
organización eclesial?
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