La
sociedad española lleva años inmersa en un proceso de secularización como
muestra el sinfín de análisis sociológicos que marcan la tendencia en este
sentido. Aumenta el número de españoles que no se consideran religiosos, el de
católicos que no se consideran practicantes, desciende de forma espectacular el
número de matrimonios religiosos superados por las bodas civiles desde el año
2010. De igual manera es cada vez mayor el número de ciudadanos que rechaza el
intervencionismo de la Iglesia Católica (IC) en el debate político y que están
en contra de los innumerables privilegios de que goza la IC. Esta tendencia
presenta la revelante y lógica característica de ser más acusada entre las
personas jóvenes, para su mayor preocupación.
Sin
embargo, esta realidad sociológica no se refleja en la acción política sometida
a los acuerdos, de dudosa constitucionalidad, entre el Estado Español y la
Santa Sede (Concordato) que recogen una serie de privilegios de tipo económico
(financiación de la IC por parte del Estado, exenciones fiscales,…) e ideológico
(educación, presencia en actos civiles,…).
El
Partido Popular (PP) no solo ignora esta realidad sino que se atreve a incrementar
la presencia de la IC en la sociedad española, tal como se ha evidenciado al
incorporar la asignatura de religión en el currículo académico y dar por bueno
los contenidos desarrollados por la Conferencia Episcopal Española (CEE), entre
los que se encuentran materias que contradicen gran parte de los conocimientos adquiridos
por la humanidad gracias al avance de las ciencias a lo largo de las últimas
centurias. La capacidad de presión de la CEE y la identificación ideológica del
PP con aquella permite la presencia de miembros numerarios o relacionados con el
Opus Dei (institución integrista de la IC) en los distintos gobiernos de dicho
partido, tal como ocurría en los tiempos de la dictadura franquista.
Los
últimos gobiernos socialistas, que se atrevieron a mover algunos de los cimientos
del catolicismo con el reconocimiento del derecho al matrimonio entre personas
del mismo sexo y la interrupción
voluntaria del embarazo, no se atrevieron siquiera a cuestionar el Concordato a
pesar de que éste en el Articulo II,5 recoge el “propósito de la IC de lograr
por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”, ni
a derogar el derecho otorgado a los obispos para registrar bienes a su nombre
al mismo nivel que el Estado.
No
ésta claro que el nuevo escenario político que se esta perfilando, con la
aparición de nuevos partidos, haga cambiar sustancialmente la situación a pesar
de la improbable conformación de un gobierno de mayoría holgada de alguno de
los partidos tradicionales, lo que obligaría a pactos o apoyos directos o
indirectos entre partidos con cierto grado de afinidad. A excepción del PP,
partido claramente favorable al mantenimiento de la confesionalidad encubierta
del Estado, el resto de los partidos recogen en sus resoluciones propuestas
encaminadas hacia el laicismo: Ciudadanos y Partido Socialista defienden una
escuela publica laica y proponen una revisión del Concordato, Podemos (a pesar
de sus dudas) e IU van un poco mas lejos y proponen su derogación. Los
distintos acuerdos postelectorales pueden favorecer un avance en la laicidad
del Estado, pero las prioridades de otros asuntos y las contradicciones hipócritas
de los partidos pueden relegar de nuevo el reconocimiento de la realidad antes
expuesta.
Mientras
tanto representantes institucionales de los ciudadanos siguen asistiendo a
actos religiosos (procesiones, misas patronales, conmemoraciones eclesiásticas,…)
o jurando el cargo ante un destacado crucifijo (incluidos los presidentes de
gobierno y sus ministros con independencia de su ideología política) y miembros
de la IC asisten a actos públicos (inauguraciones de obras publicas, tomas de posesión,…)
y organizan funerales de Estado, poniendo de manifiesto una confesionalidad del
Estado no recogida en la Constitución y que urge cambiar.
Si
la sociedad muestra esa voluntad decidida de la separación de poderes ¿Qué
impide que ello se plasme en las leyes y en las costumbres? ¿Porqué los ciudadanos,
aún no reconociéndose católicos o practicantes, participan de forma masiva de
celebraciones religiosas como bautizos, comuniones o procesiones de imágenes?
Las
costumbres arraigadas durante siglos, que llegan a formar parte del
inconsciente colectivo, son difíciles de abolir, tanto más cuando se convierten
en un instrumento electoralista que lleva a caminar en la dirección contrario
al laicismo. Un ejemplo claro se da en Andalucía, donde las procesiones de
Semana Santa son utilizadas como un atractivo turístico para el estimulo de las
economías locales. Más el colmo de la incongruencia llega cuando asistimos a
los nombramientos de vírgenes (patronas locales) como alcaldesas honorarias de sus
ciudades o a las rogativas y ofrendas publicas con presencia institucional.
La
coexistencia de estos acontecimientos religiosos con el laicismo que muestra la
sociedad española puede explicarse por el carácter festivo de las mismos
(fiestas patronales, semana santa, romerías,…) o por su relevancia social (bautizos,
comuniones, bodas religiosas). Sin embargo se llega a una contradicción cercana
a la hipocresía cuando estas últimas celebraciones (especialmente la primera
comunión, por sus connotaciones de adoctrinamiento religioso) tienen lugar en
el seno de familias que no son creyentes o no están convencidas de la necesidad
de dichos actos.
Una
sociedad moderna, entendiendo como tal aquella que goza de un sistema democrático
estable y un elevado nivel de desarrollo, precisa que la razón se sitúe por
encima de las creencias religiosas, que el conocimiento científico se imponga
sobre las antiguas verdades que dejaron de serlo, que las costumbres, los
viejos hábitos y las tradiciones dejen paso a nuevas formas de convivencia. Y
en este sentido la acción política no debe quedar al margen, si no queremos una
sociedad embrutecida.