Los humanos tenemos una natural predisposición
a equivocarnos, también –aunque no siempre- a acertar en función de la cantidad
de información de que dispongamos y de nuestra capacidad para discernirla,
tratarla o procesarla adecuadamente. Hay quienes atribuyen el acierto a una
suerte de intuición más próxima al azar que a la razón. De errores de
dimensiones gigantescas esta llena la Historia, cuyas consecuencias se arrastran
durante las generaciones venideras; no me refiero, valga la ironía, al pecado original
del Génesis, ni a otros -generalmente de desobediencia- cometidos por los
israelitas a juicio de su dios, cuyo castigo se hacia extensible a las
inocentes generaciones siguientes ajenas al “pecado” de sus progenitores. Los
errores auténticos, no bíblicos, las decisiones equivocadas o intencionadas movidas
por intereses de estado o de grupos civiles o religiosos, por gobernantes
ineptos, autoritarios o dictatoriales, interesados en si mismo, o sencillamente
por la naturaleza de los tiempos en que se cometieron -lo que no siempre es
razón suficiente para justificar las perversidades cometidas- han tenido lugar
en todos los tiempos, en la antigüedad y en los presentes, y podemos aseverar
que muchas de las cosas que ocurren en el día de hoy tienen su origen en
decisiones tomadas por quienes tuvieron capacidad para ello en los últimos años
del siglo XX y principios del XXI, sin que pensemos por ello que las
generaciones futuras lo justificarán como propio de la época en la que estamos.
Nadie duda de la complejidad de nuestro mundo circundante y de las razones que
lo mueven, de las dificultades para adivinar un futuro siquiera próximo, aunque
con toda seguridad unos pocos tratan de diseñarlo.
Es cierto que no siempre
disponemos de todos los elementos necesarios para una apreciación acertada de
la realidad, la falta de información y la carencia de medios e instrumentos de análisis
pueden desviarnos de la visión acertada de las cosas, pero un mayor
conocimiento de la realidad es fundamental para entender el mundo que nos
rodea. Pero, aún así, podemos caer en el error, distorsionar el enfoque de las
cosas, emprender el camino equivocado. Además, no todo el mundo posee la misma
capacidad de raciocinio ni la necesaria inteligencia para comprender la
complejidad de los fenómenos que ocurren a nuestro alrededor. De modo que tan humano
es equivocarse como acertar, pero no es razonable persistir en una idea cuando
existen evidencias que la contradicen. La persistencia en el error es un tema
de análisis para los psicólogos y psiquiatras. Y esto es lo que ocurre con las
creencias religiosas, que persisten a pesar de las incoherencias que encierran
es sí mismas.
Durante la mayor parte del tiempo
la humanidad ha vivido en una trágica ignorancia sobre el origen de la vida, del
ser humano, de los fenómenos naturales y de manera muy especial del significado
de la muerte, ya sea como fin del todo o como inflexión hacia otro mundo
desconocido. En el afán natural de dar una respuesta a estos interrogantes y
salir de la ignorancia era preciso idear un escenario que, con mayor o menor
fortuna, pudiese resultar coherente con la percepción de las cosas y la
mentalidad del momento histórico. Así la tierra dejo de ser plana para
convertirse en una esfera sobre la que giraba todo lo visible por encima de
nuestras cabezas. El modelo geocéntrico de Ptolomeo permaneció invariable
durante siglos hasta el convencimiento posterior de que la Tierra no era el centro
sino el Sol, la estrella que nos da cobijo y gracias a la cual la vida es
posible en nuestro planeta. Los posteriores descubrimientos nos vinieron a
demostrar que tampoco el Sol es el centro de nada, ni siquiera la galaxia en la
que nos movemos; en suma, no existe el centro. Este nuevo paradigma cosmológico
invalida la concepción cristiana de nuestra posición en el cosmos y cuestiona
la existencia de paraísos celestiales e infernales, incluido el de transito
(purgatorio).
En paralelo la ciencia ha logrado
averiguar las causas de la mayoría de los fenómenos naturales, en ningún caso
debidos a ninguna divinidad, dejando el devenir de las personas al margen de
cualquier pretensión sobrenatural. Por mucho que algunos se empeñen en
conseguir que las aguas caigan del cielo por el hecho de pedirlas al dios de
turno, a su santa madre (materializada en alguna imagen local) o a algún santo de
cuya santidad hay poderosas razones para dudar, la petición no dará resultado,
salvo que previamente se haya consultado con el servicio metereológico.
Queda pues la vida y la muerte,
el origen y el fin del ser humano, y de todos los seres vivientes. Atrás
quedaron las viejas creencias de un dios todopoderoso, creador del cielo y de
la Tierra y de todos lo animado e inanimado. La ciencia ha conseguido disponer
de instrumentos para desentrañar la formación de nuestro planeta Tierra,
determinar con un grado de aproximación muy elevado sus orígenes (4.500
millones de años), descubrir y estudiar los procesos de gran violencia que
tuvieron lugar en su interior y en su superficie hasta configurar el contorno
actual, no exento aún de convulsiones en forma de movimientos sísmicos y
erupciones volcánicas. Un espacio temporal en el que caben multitud de
acontecimientos, incluidos el origen de la vida bacteriana y su evolución hacia
seres superiores incluidas las diferentes especies de homínidos. Ni el dios bíblico
ni ninguno de los diferentes dioses ideados por la ignorancia justificada de
nuestros antepasados han tenido nada que ver con el origen del universo, no
crearon la luz, ni el día, ni la noche, ni las plantas, ni ninguno de los seres
vivos -actuales o desaparecidos como consecuencia de la evolución natural de
las especies y los cambios climáticos producidos en el natural desarrollo (en
ningún caso divino) de nuestro planeta-, incluido el actual homo sapiens
(especie a la que pertenecemos). Los pasajes escritos en los textos llamados
religiosos no contemplan la existencia de otros humanos diferentes a nosotros, y
no lo hacen de forma intencionada sino por puro desconocimiento. Es beneficioso
salir del error y perjudicial mantenerse en él, como hacen los que siguen
sosteniendo la teoría del creacionismo y niegan los hallazgos y descubrimientos
llevados a cabo por las diferentes disciplinas científicas, lo que no es otra
cosa que negar al ser humano su capacidad de perfeccionamiento en aras de la
defensa de unos intereses de cuya naturaleza saben quienes lo defienden.
Y nos queda la muerte. Todo en
este mundo esta sometido al cambio, nada permanece en su estado original,
tampoco la vida del ser humano que se transforma durante la enfermedad,
envejece con el tiempo y finalmente acaba, salvo accidentes fortuitos que la
truncan de manera inesperada. Nada queda tras la muerte salvo la putrefacción o
descomposición de la materia orgánica de la que estamos compuestos, el corazón
dejo de latir y los sistemas circulatorios y respiratorios dejaron de funcionar
inactivando la función cerebral. Ni resurrección ni paraísos celestiales, la
muerte es el fin y mas vale que se acostumbren a ello quienes todavía mantienen
la falsa esperanza de otra vida posterior porque no hay más vida que la
presente, y ésta es limitada.
Así pues Dios ni está, ni se le
espera. No hay hueco para él, no tiene cabida en éste mundo; salvo en las
mentes de quienes necesitan creer, por las razones que ellos sabrán.
Me parece un razonamiento correcto y contra el que poco o nada se puede argumentar, salvo en el último párrafo en el que dices que "...no tiene cabida..." . La realidad nos dice que sí la tiene y algunos como la Iglesia Católica hace todo lo que puede para mantenerlo, aún a sabiendas, presuentamente, de su inexistencia, pero que les permite tener uno de los Estados más ricos y poderosos de este mundo, porque en el otro, ese al que dicen que iremos tras la muerte, no deben haber podido trasladar nada
ResponderEliminarMe parece un razonamiento correcto y contra el que poco o nada se puede argumentar, salvo en el último párrafo en el que dices que "...no tiene cabida..." . La realidad nos dice que sí la tiene y algunos como la Iglesia Católica hace todo lo que puede para mantenerlo, aún a sabiendas, presuentamente, de su inexistencia, pero que les permite tener uno de los Estados más ricos y poderosos de este mundo, porque en el otro, ese al que dicen que iremos tras la muerte, no deben haber podido trasladar nada
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